(Campamentos de refugiados saharauis)
En 2016 se alcanzó la fecha bíblica de los cuarenta años del destierro del pueblo saharaui en el desierto de Argelia. Pocas causas son merecedoras de nuestra atención como la odisea de esta comunidad que se ha vuelto tan invisible ante el mundo. Me impresiona su capacidad para sobrellevar su estatus de refugiados, la pérdida de su identidad y la fragmentación con las familias que viven en los territorios ocupados. Cuatro décadas después de su destierro, unas 150.000 personas habitan uno de los lugares más inhóspitos del planeta en una situación de dependencia absoluta para su supervivencia. Es difícil asimilar como se puede sobrevivir en este lugar tan inhóspito durante cuarenta años y tan alejados de una identidad, de un territorio propio y de una historia. Hay como una fragmentación en el tiempo y en el espacio.
Hay un velo que parece cubrirlo todo. Cubre los objetos y las personas. Está muy presente esta sensación de ocultación, de preservación y de invisibilidad. El pueblo saharaui se ha vuelto invisible ante el mundo en estos cuarenta años que lleva estancada en Argelia.
La población que vive repartida en los cinco campamentos que están en territorio argelino está compuesta en su mayoría por mujeres, niños y ancianos. La mayoría de los hombres se encuentran en las zonas liberadas, formando parte del ejército saharaui. Poco que hacer en un lugar donde no hay que hacer. El silencio forma parte de las cosas. Todo parece callar o susurrar, quizá por el mimetismo con el desierto. Los objetos se reducen a su mínima expresión. Nada es superfluo, casi todo puede ser reutilizado.
En este trabajo me interesa la idea de la atemporalidad, de lo transitorio, de la dignidad, de la invisibilidad, del destierro y de la pertenencia. Poco más resta decir… el silencio, el desierto y la luz.
Restos de vehículos están esparcidos por todas partes y adoptan funciones insospechadas. Motores, ruedas y piezas mecánicas dan forma y construyen los espacios que asumen el papel de calles y caminos. Los chasis semejan esqueletos de animales imposibles que parecen anunciar un futuro demasiado parecido al presente. Premoniciones que provocan una cierta inquietud. Lo que no puede repararse, se intenta preservar ocultándolo con mantas y alfombras a la espera de tiempos mejores. Lo que no tiene remedio, se deja expuesto. Lo que puede solucionarse, se preserva. Es imposible sobrevivir aquí sin esta capacidad de perseverancia y sentido práctico.
Hay una esperanza dividida. Miran el desierto y dicen que nunca saldrán de este lugar. Señalan a los niños y dicen que puede que haya una salida para ellos. Quizá la vía diplomática pueda al fin solucionar este conflicto, aunque ya se ha anunciado tantas veces que nadie lo cree ya. Un licenciado en económicas que estudió en Argelia, y que ahora enseña informática en primaria por cincuenta euros al mes, muestra su enfado al decir que su propio gobierno se ha vuelto corrupto y que ya no les interesa solucionar nada porque se vive bien a cuenta de la cooperación internacional.
Toda la población infantil está escolarizada entre los cuatro y los doce años. En Smara, existe una escuela para niños y niñas con deficiencias tanto físicas como psíquicas. El Centro de Castro es un lugar tan sorprendente como inesperado en un campamento de refugiados. Un mundo inesperado. Como anuncia un cartel a la entrada del recinto: ”Aquí no crecen ni plantas ni árboles, pero florecen personas”.
Artículo publicado en Frontera D sobre los campamentos de refugiados saharauis
Estas fotografías fueron realizadas en la Wilaya (Provincia) de Smara, en el barrio de Tifariti, gracias a la colaboración de SOGAPS (Solidaridade GAlega co Pobo Saharaui)
https://sogaps.org/quen-somos/