Sillón de terciopelo rojo
Una tarde
olvidé un juguete gastado sobre un sillón de terciopelo rojo.
Desde entonces
perdí las instrucciones
para vivir sin simulacros.

Una tarde
olvidé un juguete gastado sobre un sillón de terciopelo rojo.
Desde entonces
perdí las instrucciones
para vivir sin simulacros.
Conocí a una mujer que transformaba la realidad haciéndole fotografías. Había decidido que el universo era demasiado caótico y que era necesario imponer algún tipo de orden en la existencia cotidiana. Así que cada vez que encontraba algo o alguien que quería que formase parte de su vida, le hacía una fotografía con su teléfono y añadía una pieza más a su mundo particular.
Con el tiempo se hizo con una buena variedad de filtros que aplicaba a sus imágenes según las sensaciones que los motivos le provocaban. Si se cruzaba con alguien a quien incluir en su círculo de amistades, aplicaba un filtro que transformaba la fotografía en algo luminoso, con colores cálidos y un cierto difuminado. Si ocurría que, con el tiempo, le defraudaba, volvía a procesar la imagen, normalmente en blanco y negro, con predominio de tonos oscuros y en clave baja. De esta manera, imagen a imagen y filtro a filtro iba ajustando y adaptando su mundo hasta el más mínimo detalle. Todo lo que quedaba fuera de su archivo de fotografías simplemente no existía.
La última vez que me la encontré estaba sentada en una silla plegable en la calle, con las manos sobre sus rodillas y con una expresión ausente. Había colocado un cartel a sus pies que rezaba “Una fotografía, por caridad” y debajo del texto había escrito un número de móvil. No me reconoció; se excusó diciéndome que hacía unos días que había extraviado su teléfono por lo que se había quedado sin memoria. Ahora vivía de la caridad, mendigando experiencias de otros a través de sus fotografías que, una vez descargadas a su nuevo terminal, hacía suyas. Saqué mi teléfono y le envié la última foto acababa de hacer de la tapa de tortilla que me habían servido con la caña. Me lo agradeció mucho; no se puede vivir solo de recuerdos.
Querido Julio:
Finalmente hemos tomado la casa. Ha sido una labor de tiempo, el necesario para ir ocupando los espacios que sus habitantes han ido cediendo; primero en un despiste y, finalmente, en una última ausencia.
Hemos tomado la casa. Ya podemos hablar en alto y dejar los susurros que iban arañando la pintura de las paredes hasta llegar a las entrañas de cemento y ladrillo que la sostienen. Podemos gritarlo bien fuerte, pero no nos dan las ganas porque nosotros ya nos hemos vuelto sordos a nuestras voces, y no queda nadie más para escuchar las sillas volcadas y los suspiros que ensayábamos desde el interior del espejo del baño.
Hemos ido apropiándonos de puertas y paredes a través de las marcas que nos mostraste cómo hacer, esas en las que se graban los recuerdos. Ahora que está tomada la casa, las leemos con avidez, en este lenguaje que hemos inventado de surcos, desconchados, mohos y humedades. Si nos acercamos lo suficiente, somos capaces de traspasar el tiempo y volver al día en que empezó todo, el inicio del mundo en esta casa tomada.
Querido Julio, hemos tomado la casa y ahora ya no sabemos cómo salir. Miramos a través de la ventana que nos revela que el mundo sigue saltando a la comba segundo a segundo. Lo vemos pasar en este viaje en el que lo que cambia está al otro lado de la puerta. Y nosotros, con la casa tomada, no hacemos sino diluirnos entre las sombras de la escalera.
Querido Julio: hemos tomado la casa y ahora es ella quien nos ocupa.
Sin otro particular,
Hay lugares que parecen asomarse a otro tiempo y que nos invitan a mirarnos las manos y decidir si cara o si cruz. Hay lugares como puertas que no sabemos muy bien si queremos abrir o solamente echar un vistazo por la mirilla; puede que por miedo o deseo, aún tenemos que decidirnos.
Hay lugares que laten al compás de nuestra conciencia y nos proyectan a la primera o quizás la segunda planta de nuestros sueños. Hay lugares que palpitan bajo nuestros pies y nos erizan el pelo de la nuca, espacio desconocido para nuestra imagen de quienes somos.
Hay lugares que encontramos porque se nos muestran en un capricho del azar, y que a cada dos por tres ignoramos por ceguera o por exceso de visión. Hay lugares que son nuestros y no lo son, depende de quién decidamos ser en este día.
Hay lugares que se nos aparecen porque los fotografiamos y los convertimos así en puertas, latidos, verdades, mentiras, antifaces y espejos.
Hay lugares.